lunes, 16 de noviembre de 2009

En una ciudad cualquiera



Los primeros rayos que penetraron en la diminuta habitación le obligaron a abrir sus pesados párpados. Una silueta formada por una espalda y una nuca a contraluz durmiendo a su lado le trajeron a la mente fragmentos de imágenes de las últimas horas. La memoria desperezándose y el amargo sabor a sueños en su seca boca fueron sensaciones determinantes para que despegara la cabeza de la almohada y se sentara en el borde del colchón mirando a la pared. Un montón de sonrientes desconocidos le suplicaban con la mirada clemencia. Su delito, quién sabe. Su condena, ser testigos de noches sórdidas los días pares y solitarias los impares.


Poco a poco consigue encontrar los trapos que llevaba ayer como ropa que habían acabado repartidos por toda al habitación. Aunque las odia, sabe que necesita esas mañanas de dolores de cabeza y sueños olvidados, de aire viciado mezclado con olor a humo y a perfume sudado. De huidas silenciosas de habitaciones desconocidas a una calle fría, húmeda, donde hace ya un rato que empezó el día y le recuerda el despojo humano que es.


El registro de los bolsillos reveló una llave numerada que acompañaba a un monedero vacío como su estomago. Caminó calle arriba o abajo, nunca tuvo muy claro qué parte era cuál en una calle. Poco a poco iba reconociendo edificios y escaparates.


En el fondo le gustaban esas noches de liberación en las que ella se miraba fijamente y se reconocía como lo que era, una perra casada demasiado joven que ansiaba morder, ser montada salvajemente, no que le hicieran el amor. Para eso ya estaba él. El único incapaz de reconocer lo que todo amante había visto en sus asfixiantes abrazos.


Por fin llegó al edificio testigo de sus eventuales transformaciones nocturnas, entrar ahí era como esconderse en la chistera de un mago. A los ojos de los espectadores, nunca entraba la misma mujer que salía, aunque por dentro de los disfraces se hallara la misma alma perdida.


Llamó al chófer para que viniera a recogerle y al servicio de habitaciones pidiendo el desayuno continental. Se duchó, se embadurnó de cremas y aceites perfumados, desayunó desnuda y sin demasiado entusiasmo se vistió.  Se puso el traje, la moral y la sonrisa de la esposa perfecta, cogió la maleta y se dirigió a la puerta del Hotel.


Llegó a su impresionante mansión y saludo a su hombre con entusiasmo comedido contándole acerca de su viaje. Mintiéndole con noches protocolarias de pijama y llamadas de teléfono antes de dormir, con una sonrisa pintada en la cara y un incendio en las entrañas. ¡Qué afortunada era!


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