lunes, 5 de octubre de 2009

Casi las tres. Octubre recién estrenado, melancólico y silencioso se abre paso en mi leonera. Todo es tan... estéril.

Un leve gemido asciende desde mis pies. Sí, para ella también llegó el otoño. La joven pantera que acompaña mis días está perdiendo al hijo que nunca tuvo.

La oscuridad danza al ritmo de nuestras tranquilas respiraciones, la miro absorta, o lo que es igual, miro al infinito, reflejo de mis reflexiones, cada vez menos ricas, cada vez más primitivas. Quizás porque me fui perdiendo, porque con cada beso que regalé, se me escapó un fragmento del alma, quedando únicamente el absurdo envoltorio que la reservaba sin demasiado entusiasmo.

Buscaba nutrirme en un mundo degenerado, buscaban nutrirse de un ser en decadencia.

Y ahora, con la piel surcada de arrugas y las primeras canas, miro atrás y no veo. Busco y no encuentro. Interacciono con la gente y las miradas no se cruzan. En un mundo automatizado me quiero mover y los hilos de la inmensa red a los que estoy enganchada me lo impiden. Me abriría en canal para abandonar este caparazón de carne y vello si no intuyera que nada queda dentro que pueda salir volando, aunque sea para quemarse con el Sol y morir.

Ya no me llena ni el húmedo aire de esta oscura estación.

Un llanto nace de mis pies.

¿Cómo debe ser recibir un abrazo de alguien vacío?

Se tranquiliza. Tal vez también consuela.

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